Scratch. Scratch. El crepitar de dos pies descalzos contra la fría nieve. Dos pies descalzos, sin nada, sin nadie. Dos pies con dirección a ninguna parte. O quizá el roce de un corazón con el resto de órganos, en su ineficaz intento por escaparse, por salir volando. Una lucha que no requiere armas, pero si escudo. Un escudo resistente, una coraza tal vez. Una coraza que, o es retirada antes de que sea demasiado tarde, o ahí se queda, pegada al corazón como el arroz a la sartén en un descuido. Sí, eso... Un descuido.
Pues este corazón no se rendía, no era débil. No se consideraba ni cursi ni una nenaza como esos corazones que se aceleran con el mínimo cambio. No. A este corazón le gustaba la aventura, el riesgo, le gustaba incluso romperse de vez en cuando. Algunos dicen que así se sentía vivo. Digamos que consiguió liberarse, derramando litros de sangre a su paso. Le gustaba sentir vísceras resbalando por su coraza. Incluso alguna vez llegaba a reblandecerse, volviéndose piedra en menos de un instante. Trataba de hacerse paso entre el resto de órganos y huesos, pero parecían reacios a su marcha. Desde que consiguió arrancarse de los conductos vitales, todo parecía más monótono. Pasaba el tiempo (bien conocido por todos como la distancia recorrida por la sangre entre la velocidad con que era capaz de hacer estremecer a todo el organismo) y pese a su nueva liberación, se sentía más muerto que nunca. Más muerto incluso que aquella vez en la que de verdad se rompió, no en dos, ni si quiera en 5 pedazos, sino en millones de ellos. Se rompió tanto que hasta los glóbulos más expertos se vieron incapaces de combatir la situación. Así que se las tuvo que apañar solo, recuperando uno a uno cada pedacito, sintiendo como la reconstrucción era más dolorosa que la propia destrucción.
Los pies se detuvieron en seco. Todo el cuerpo se estremeció. Caía lentamente a la nieve. Tan lentamente que no se sabía bien si estaba desafiando a la gravedad o simplemente que el tiempo se hacía lento a su paso. Es raro que el tiempo se detenga, pero a veces ocurre, cuando no miramos. Era como si algo en su interior estuviese reivindicando la salida al exterior, la capacidad de respirar y andar por sí mismo. Como si se atreviese a no depender de un cuerpo para existir. Pero aquello que se revolvía en su interior temblaba de miedo. Así que decidió tumbarse y esperar. Al fin y al cabo la nieve no está tan fría. O eso dicen cuando no se tiene corazón.
El pequeño valiente sentía que era lo único vivo en los alrededores. De pronto todo era oscuro y hasta las tripas habían dejado de dar su concierto matutino. Se sentía solo, pero estaba acostumbrado. Cuando todos hacían ruido también le ocurría. Tenía miedo, sí. Pero como ya hemos dicho este corazón no era como los demás. No necesitaba de otro corazón para completarse, solía conformarse con emborracharse de vez en cuando. Lo único que quería era deshacerse de esa maldita coraza, que se hacía fuerte con el tiempo. Se dio de bruces una y mil veces por si estallaba con el impacto. Jugó a balancearse de costilla en costilla. Lo probó todo. Todo. Incluso… Eso.
Ya no siente nada. Puede moverse, respirar, hablar… Pero no sentir. Y es por eso que todavía yace en la nieve. Esperando…
Nuestro rojizo amigo (o al menos lo era en sus mejores momentos), consiguió escapar por algún orificio (no sabemos cómo ni de qué manera). El frío duele cuando uno lo siente. Pero la coraza le protegía ahora. Al fin y al cabo ser de hierro no era tan malo. Cabía el riesgo de oxidarse, pero era cuestión de probabilidad. Un recuerdo le inundó de nostalgia. El recuerdo de pertenecer a algo, a alguien. El recuerdo de sentirse como en cuerpo. Cuerpo, dulce cuerpo. Sintió la brisa en el ventrículo derecho. “Qué raro”, pensó. Debe ser que los recuerdos agrietan corazas. Y le hacen a uno desangrarse. Pero ya lo había decidido. Perdiese la sangre que perdiese, continuaría su marcha. Solo. Con un billete hacia ninguna parte.
Se estremeció. Como si le estuvieran practicando alguna especie de budú. Como sí el ventrículo derecho de su corazón hubiese perdido sangre en un juego de cartas. Bah, qué tontería.